Carta de amor a la universidad
Te mando una carta bastante íntima en un momento bastante colectivo y espero no arrepentirme: nos vemos el 23 para defender la universidad pública.
Es viernes 19 de abril de 2024. Dentro de cuatro días será el día que hasta ahora más esperé en todo el año: será 23 de abril, fiesta universitaria. En todos lados se está hablando de esto. Tanto que el gobierno anunció un acuerdo inexistente para frenar lo inevitable. Yo hoy necesito escribir sobre la universidad pública, necesito escribirle a la universidad pública. Y lo voy a hacer hablando en primera persona, aunque haya quienes discuten este método.
1. Primero, una defensa: no creo que sea necesario hablar en primera persona de las causas para defenderlas. A veces incluso me parece contraproducente. Pero este caso es otro, porque sí quiero defender la universidad pública para defenderme y sí quiero que mis compañeros la defiendan para defenderse a ellos mismos y sí quiero que quienes ya dejaron la universidad pero sintieron la potencia de su paso transformador lo digan en voz alta. No porque no haya presupuesto: es porque está puesto en duda un derecho innegociable en nombre de vertientes que pretenden instalar que no es importante tener un título.
Ahora voy a hablar de mí, y me lo permito porque este es un espacio en el que hablo de mí, mi querido newsletter que es ventana de obsesiones y es también nexo con vos. Te quiero contar cosas que no cuento nunca, voy a ser honesta y me va a costar pero creo que está bien porque, aunque la importancia de tener un título pueda ser mayor o menor según el contexto y el estado del mercado laboral privado y estatal, hay algo clave que va más allá de la línea de llegada universitaria: la importancia de las trayectorias.
2. La universidad se compone esencialmente de un conjunto de trayectorias que se relacionan con la institución de la manera más fascinante: la universidad transforma a los alumnos en su paso y los alumnos transforman la universidad en ese mismo paso, porque no hay nada estanco en la difusión, la promoción y la producción de conocimiento. La universidad no es un edificio o un conjunto de edificios estériles: está viva, es orgánica y muta porque cada persona que camina por los pasillos aporta algo que, para colmo, después se lleva para seguir transformando, dialogando y promoviendo en otros espacios. Es un trabajo comunitario.
Ayer el debate del día estuvo girando bastante en torno a las posibilidades de ascender socialmente gracias a un título universitario y llama la atención que dentro del debate pocos señalen lo que es importante señalar: la potencia transformadora de la universidad no es meramente económica. No se trata de una comparación cuantitativa, medible a fuerza de estadística, se trata de otra cosa: entrar a la universidad y salir transformado, ser universitario y reconocerte en un nuevo conjunto de matices como actor social, ser universitario y pensar activamente en ese rol, pensarte como un sujeto en una sociedad y todo lo demás pero también conocer gente que vive en otras realidades, reconocer violencias sistemáticas, aprender a ver la desidia a nuestro alrededor y alrededor de nuestras comunidades: decir que la universidad no garantiza movilidad social ascendente solo puede ser el privilegio de quienes nacieron en ciertas clases, de quienes llegan a la universidad con una base sólida y esperan del título una legitimación de lo que ya tenían, porque la vida les vino prometida de antemano.
3. Personalmente siempre odié un poco conceptualmente lo académico, pero creo que tuvo más que ver con esa vida que no me vino prometida de antemano que con otra cosa. Peor todavía: una vida que vino llena de promesas que no se pudieron cumplir. Como mi ausencia de posibilidades me expulsaba, elegía (de una forma bastante inconsciente) un discurso en contra de lo académico, elegía creer que si estudiaba iba a “normalizarse” mi escritura, y elegía un conjunto de prejuicios en un procedimiento que no me parece muy diferente a las dicotomías que se presentan hoy entre quienes defendemos y quienes no defienden cierto piso de derechos: parece que, como nos quedamos afuera y sobrevivimos, es fácil pensar que eso que no pudimos tener no era tan necesario, en lugar de reconocer la carencia que nos supuso perdernos de ciertas experiencias. Estas revelaciones me llegaron hace rato, pero ayer leía sobre la universidad y pensaba en mí misma, en mi trayectoria de vida en general, y no podía evitar una chispa de frustración, una idea brotando adentro mío de que, si hubiera tenido una vida más fácil, quizá estaría haciendo cosas muy grandes (dentro de mis intereses, obvio, tipo ser presidenta de la nación o bien investigadora en letras), como si yo fuera brillante pero estuviera opacada por las cosas que me impidieron sacarle partido a todo eso.
4. Tampoco es verdad que un curso sea mejor que una carrera, porque la inmediatez no es sinónimo de perdurabilidad. Una salida laboral rápida no es necesariamente una salida laboral estable. Es rápida, eso sí, y a veces con promesas (algunas incluso se cumplen) de sueldos masivos. Pero ¿cuál es la diferencia entre un título universitario y una certificación de oficios como la programación y todos los que están en boga? ¿Cómo puede ser que sigan infiltrando ese discurso, que ni siquiera plantea que son lo mismo,sino que propone que una titulación corta es mejor?
Seguro que en muchas ocasiones es imposible pausar la urgencia para proyectar a largo plazo. Mi primer intento de estudiar una carrera universitaria fue el CBC de Puán, una carrera que no pude ni empezar porque era incompatible con mantener la casa en la que vivía sola en Lanús y viajar a trabajar 9 horas por día a Villa Ortúzar para cursar en horarios que nunca me cerraban. Yo no pude pausar la urgencia en ese entonces, y eso, pienso ahora, me resintió bastante con la gente de mi edad que estudiaba, avanzaba y se recibía mientras yo seguía estancada en un laburo mal pago del que no sabía cómo salir, porque no tenía nada para construir esas posibilidades.
Pero ahora no estoy enojada y puedo decir esto: un curso corto puede suponer una salida rápida, pronta y redituable, es verdad, pero un título académico te prepara para otra cosa, y esto hay que defenderlo: el título no viene servido ni con una hoja de instrucciones. Es una preparación amplia que te permite profundizar, elegir, armar un curso de acción y buscar posibilidades. No es infalible. Prácticamente nada es infalible. Lo que es muy importante, para mí, son las herramientas. No que salgas y consigas laburo pronto: que salgas y sepas qué podés hacer, que hayas adoptado un lenguaje nuevo, que puedas seguir desarrollando los conocimientos que te hayan interesado más, que te vayas con contactos nuevos, con trabajos hechos. Nada de esto te lo ofrece un curso corto de aplicación práctica. Y la aplicación práctica, cuando muta la técnica, muchas veces se queda obsoleta y te deja en pelotas. La formación universitaria, por amplia, también es camaleónica.
5. Pero es una trampa. Nos ponen a debatir la importancia de la universidad como si quisieran eliminar la formación universitaria: no quieren eliminarla, quieren que vuelva a ser para unos pocos. Quieren eliminar esa movilidad social que algunos asumen inexistente y que, repito, subrayo, no tiene que ver solamente con guita sino con la ampliación de un marco cultural. Quieren hacer creer que da lo mismo habitar aulas y compartir el espacio con docentes y compañeros que son futuros colegas, proyectar, investigar: no da lo mismo. Y no da lo mismo que sea un derecho universal o un privilegio para pocos, porque adoptar lenguajes y ponerlos en práctica también es un modo de garantizar el derecho de narrar el mundo. Si las universidades se vuelven para unos pocos, la historia de nuestro país también la escribirán unos pocos. Lo peor de todo es que en ese hacer le van a sacar la magia a la universidad: esa pluralidad que hace que el conocimiento venga en capas y en múltiples manifestaciones no será posible si las aulas solo las habitan los mismos de siempre.
6. Cuando era chica, mi vieja creía que yo había nacido para cosas muy grandes. Que yo era brillante, decía. Fui su única hija, es lógico, se lo cedo. Papá siempre dice que en Israel mi docente le dijo que yo tenía un coeficiente intelectual superior. A los ocho años, me muero de risa. Yo pasé muchos años de gran frustración por todo lo que me fue prometido y arrebatado en la vida.
Estudié en una escuela primaria judía de Villa Crespo y de ahí me fui a ORT, una garantía de calidad bastante incuestionable. Aprendí un montón y estudié producción musical y de repente mamá murió, la beca se venció, papá se enfermó, yo sola contra el mundo con lo que mi familia pudo hacer y de joven promesa a la nada: no pude terminar mi último año en una escuela pública de Lanús a la que falté un día y falté todos cuando ya no supe qué cara ponerle a los profesores. Me cuesta mucho escribir todo esto porque no suelo contarlo, como si tuviera que avergonzarme. Si respondés, respondeme con amor, por favor, cariñito. Viví una adolescencia de vicios y miedos y rebeldía subrayada al infinito, mucha noche, mucho peligro, mucha culpa por no estar cumpliendo con eso que me habían prometido y que de repente dependía solo de mí. Adopté con orgullo una vida que habría sido muy doloroso reconocer no elegida.
Empecé a vivir sola a los 17 años y empecé a escribir mucho, obsesivamente, y empecé a construir una narrativa del mundo en el que la mundo no me expulsaba: yo expulsaba al mundo. Cada vez que volví a intentar una especie de reinserción, tuve que lidiar con algo más grave. Sentí toda mi vida que caminaba con una especie de nube gris sobre mi cabeza, que solo llovía para mí como en un videoclip de los 2000. Para salir de ahí necesité de mucha gente y cada uno aportó su propia trayectoria para ayudarme: algo así es lo que pasa con la universidad, genera expansión y recursos nuevos. Y en pandemia estuve encerrada sola con el negro y lo vi cursar una y otra vez. Escuché sus clases una y otra vez. Me cebé con el contenido una y otra vez. Debatí con él sobre sus trabajos una y otra vez.
7. Y decidí que quería estudiar yo también. Fui a la secundaria de Lanús después de diez años. Debía dos materias pero me dijeron que no eran dos, que eran todas las del último año, que nadie había firmado no sé qué cosa por mí. Lloré, maldije mi mala suerte, entré a la página de la UNQ y averigüé todo lo que se necesitaba para entrar a la universidad siendo mayor de 25 años sin estudios secundarios. Este es el país en el que me gusta vivir: uno que no te expulsa porque no pudiste, uno que te dice que todavía estás a tiempo. Escribí una carta que justificaba mi intención de entrar a la carrera y pasé unos meses estudiando matemática, lengua, sociales y naturales para rendir y entrar a la universidad. Me saqué diez en todas pero eso lo digo ahora con orgullo: en ese momento estaba aterrada. Entré a la universidad. Hice el curso de vida universitaria. Hice las materias del ciclo introductorio.
Sigo estudiando, cuido mi promedio obsesivamente y creo que tiene más que ver con una promesa que quiero cumplirme a mí misma que con una necesidad académica. Este año me puse brackets, por ejemplo: estoy dedicada a suplir las ausencias que dejé que se hicieran carne en mí, para ahora apropiarme de mí misma.
Y estudiar, hacer esa trayectoria, dejarme transformar por la universidad resultó ser refugio, baño de humildad, alivio.
8. Estar a tiempo aunque se haya pasado el tiempo, que mi país y mi universidad me permitan ir contra un calendario del que se me volaron las hojas.
Sacarme las promesas de mamá y papá de encima, dejar de ser promesa yo misma: entender que las cosas que quiero hacer son más bien pequeñas, que no quiero ser enorme, que solo quiero ser una pequeña parte de algo mucho más grande, impactar en la vida de quienes me rodean, en mi comunidad, en la universidad que elegí como segunda casa, en mi país.
Hablar en primera persona de todo esto es inevitable porque sí, la universidad nos transforma uno por uno, mano a mano, y se deja transformar por cada uno, mano a mano.
La producción de conocimiento es un proceso colectivo y no se ancla salvo que lo anclemos, y a veces expulsa, sí, pero la respuesta no es cerrarlo más: es abrirlo mejor.
Nos vemos el 23, yo espero el día con ansias porque lo que se juega es mucho pero también porque me muero por abrazar a cada uno de los que estén por ahí, cuidando lo mío y lo tuyo y lo nuestro para poder seguir estando cada vez más orgullosos del suelo que pisamos. Este país es hermoso, y con universidades al acceso de todos y todas solo puede mejorar.
Que tengas un buen finde,
Ga.