Sobre el miedo
Neurosis trasnochada sobre el miedo, la fe, el cinismo, la muerte.
“En el fondo se trata de entrar en el miedo, no de vencerlo” Mandíbula, Mónica Ojeda
Sola en el living de casa empiezo a escuchar un ruido constante, como el golpe de algo sobre algo, no la chapa de abajo de la ventana, no la pared, un sonido como de chancleta, tampoco un gato, y se me viene una pregunta. Cuánto tiempo tardaría en sucumbir al terror en un escenario de terror sobrenatural. Cuánto tiempo me costaría mi escepticismo. Cuánto me serviría lo que sé de las películas (cuánto me estorbaría lo que sé de las películas). Me pregunto si me permitiría un último acto de fe o si vería la luz cuando ya fuera demasiado tarde. Cuando la luz solo fuera algo que está posado sobre una cosa. Deseo ser capaz de un último acto de fe.
Me doy cuenta de que estoy buscando formas de acomodar mi propia consigna. Tramposa. Intento que lo sobrenatural no sea necesariamente terrorífico. Una operación mental para correrme de ese intento por imaginar lo inimaginable. Suena esa especie de chancletazo en la noche cerrada y para alejarme de esa noción que no puedo explicar tengo que correrme de este lugar en el que estoy metafóricamente parada.
Jugar al truco con vampiros, tener citas con zombies, un mundo nuevo que no me obligue a tener miedo.
Pero yo estoy pensando en el miedo.
Estaba pensando.
Qué dicen de mí mis miedos, me pregunto, por ejemplo: todavía corro la cortina de la ducha cada vez que voy al baño para asegurarme de que no haya un psicópata con un cuchillo esperándome. Si estuviera en una película de terror habría siempre alguien que me mira y se pregunta por qué no me doy media vuelta, por qué no salgo, por qué no corro, por qué no grito, por qué no meo sin correr la puta cortina del baño para encontrarme de frente con un loco.
Voy hacia el miedo: eso es bueno. Lo busco atrás de las cortinas, entre las tapas de los libros que devoro, en los minutos de películas que me sostienen tensa al borde del asiento. Voy hacia el miedo. Me sumerjo en el miedo. No vencerlo, entrar en él. No vencerlo, entrar.
Le tengo miedo a los psicópatas, entonces.
A las palomas.
A las palomas psicópatas sin lugar a dudas.
A las madres muertas.
A las hijas.
A mi cuerpo-casa-cárcel. Tantas formas de decir útero.
Me tengo miedo a mí misma, no poco miedo sino un terror inmenso a esa puja constante entre lo luminoso y lo terrible que me componen. Y que me gusta que me compongan como me gusta la gente a la que igual le temo. Me dan miedo lo inmenso y mi pequeñez. Le tengo miedo a mi potencial, a mi naturaleza de lienzo en blanco.
Todo lo escondido en mí que nadie ve ni siquiera yo y que podrían ver otros incluso antes de mí: qué pasaría si un día despertara con un brillo asesino en los ojos, si se deformara el yo que veo en el espejo como esas veces que lo miré a Joe y no reconocí su cara y le tuve miedo a la posibilidad de que las almas cambiaran de cuerpo.
El terror me hace capaz de la fe durante ratos cortos que terminan en cinismo y explicaciones decentes.
Esos años de malos viajes, de disfrutes de los malos viajes: por qué el terror me seduce tanto, por qué le escapo y lo busco. Nacemos, crecemos, morimos: tiene sentido que el miedo nos resulte un familiar. Morir debe ser aterrador, sí, pero ¿nacer? Salir de la única casa que conocés, calentita y húmeda, un túnel estrecho después de meses de armar huesos y piel y el mundo tan ruidoso, tanta luz, tantas manos, ¡tantas manos!
“Infancia, como nosotros expuesta, o como animales en invierno.
Más expuesta: pues desconoce las madrigueras. Expuesta, como si fuera ella la amenaza.
Expuesta, como un incendio, o un gigante, o un veneno, o lo que ronda por la noche, echados los cerrojos, en la casa sospechosa. ¿Cómo no comprender que las manos protectoras, que las manos acogedoras engañan, ellas mismas en peligro?” (Rilke).
En ese entonces todavía no le tenía miedo al miedo: me fascinaban el miedo y la muerte pero me aterraba profundamente la vida.
¿Qué dice de mí que no crea en fantasmas ni en brujas pero sí en la maldad humana desbordada, en la fuerza de un cuerpo, en la sentencia mortal que es el odio? ¿Qué dice de mí este pánico al deseo de los desconocidos?
Sentí miedo en la vida real, cuándo, por qué: no puedo decirlo.
Figuré en análisis el otro día una imagen dentro de mí. Una habitación vacía como la muerte, negra, silenciosa, sin palabras. Una habitación sin palabras toda adentro mío de este cuerpo mío lleno de palabras y de nada más. Pensé que necesitaba poner en palabras entonces eso que era el dolor pero quizá es el terror más puro. El dolor es dolor, sucede sobre un cuerpo vivo y un día se agota. Entonces descubrí que poner en palabras no es lo mismo que poner palabras en una habitación. La segunda es más oficiosa y por oficiosa más fácil. Lo terrorífico no se puede decir, pero se puede llegar con palabras al centro de la cosa-laberinto que es un yo distorsionado por el pavor.
Desde la habitación sin palabras hasta mi cuerpo una vía directa.
Solo las palabras pueden anular el síntoma. “La memoria ordena en las repeticiones, pero el olvido todavía más, la instancia de la represión a fin de que el ritual enmascare el golpe mortal. Cuando apareció el horror desnudo del cuerpo familiar, para esta mujer el juramento, la palabra, fueron despachados al abismo del sinsentido o del exceso de sentido” (Dufourmantelle, 2024). No decir: algo como aceptar a pesar de no poder encontrar las palabras, o no animarse a decirlas, o no animarse a pensarlas: aceptar a pesar de no entender.
Habitación-cuerpo. “Así aparecen de a poco las palabras para decir el cuerpo” (Dufourmantelle, 2024). Habitación-palabra-cuerpo.
Qué es el miedo sino una cosa física momificadora.
Después de las palabras más miedo o la venganza o un deseo de muerte. “Matar / es otra cosa” (Villalba, 1995). Miedo a ese deseo de otra cosa que es otra cosa y no puede cumplirse.
Y de golpe me empiezo a correr por los bordes, tramposa igual que cuando escuché el ruido que no podía identificar y entonces empecé a urdir pensamientos como enredaderas para armar un muro que me protegiera de lo desconocido. Del miedo a lo desconocido a una búsqueda del miedo propio: el terror es lo conocido deformado, lo purísimo mío.
Lo blanco.
Nadie me obligó a escaparme hacia el miedo, sin embargo lo intenté y una fuerza primitiva dentro mío me dijo basta. Yo puedo más que las palabras. Me gustaría repetir esa afirmación en pregunta. No, no una fuerza primitiva. Estoy sola y no quiero enfrentarme a mi oscuridad. ¿Puedo más que las palabras? Miedo al miedo. Después del terror más terror, qué otra cosa podríamos esperar. Son como chancletazos en serio, como una ojota contra la fuerza del viento.
Después del terror la muerte y un vacío silencioso. Alivio y horror y en el centro la nada. El miedo a la muerte solo antes y después. Justo antes, justo después para los otros. Aterra el vacío pero es vacío: llega y se come el terror.
Miedo al cinismo: por eso aunque sé que nada viene con un sentido dado, aunque sé que después de la muerte la nada, elijo edificar mi vida y elijo construir sentidos, elijo la sensibilidad y la ternura y expulso al cinismo como quien limpia las energías de su casa con sahumerios.
Dios no me convoca pero responde a su manera las mismas preguntas que me importa hacer.
¿Cuánto tiempo podría sobrevivir en un apocalípsis? Sola no mucho. Tampoco me gustaría. Eso, el terror: la soledad impuesta, y eso que me gusta estar sola, y eso que me gusta el silencio. Todo en su justa medida. Para qué un mundo sin otros. Para qué un ruido blanco, para qué un ruido negro, para qué insistir como una suculenta después de la muerte de la palabra.
Miro ficciones y me pregunto por qué alguien traería vida nueva a un mundo después de la extinción. Ganas de coger, placer nihilista, pulsión de vida, pero por qué gestar, por qué parir, por qué criar entre hongos y plantas que se comen los edificios y la ausencia de futuro tan ensordecedora. El terror de imaginar un nacimiento entre la muerte como si todo lo vivo no viniera de una cosa que se pudre primero. “A quien no le había quedado otra opción que irse muriendo mientras ella -la hija-crecía como un árbol encima de su muerte”, así lo dice Mónica Ojeda en Mandíbula (2018): los hijos nacemos sobre la muerte de nuestros padres incluso si están vivos. ¡Incluso si nos sobreviven! “Parece una ley: todo lo que se pudre forma una familia” (Casas, 1990). Un mundo horrible que se embellece por la fuerza de la vida que necesita de la muerte para ser más hermosa, como un parásito. Compiten, chupan. Putas. Un sol y una luna.
Tardaría mucho tiempo en darme cuenta de que lo sobrenatural es real y está a punto de matarme. Sería mejor quizá porque en realidad no me imagino capaz de una contraofensiva muy grande. Qué podría hacer salvo morir sabiendo. Ir a buscar a mis amigas. Leer un cuento por última vez. Me acuerdo de ese sueño que tuve una vez, un fin del mundo en el que estábamos solos con Joe en un departamento que parecía ser nuestra casa, a él le salían bichos por la piel y se rascaba y se le caía el tejido como en el video de Kapanga y yo tenía mucho miedo, no de morir, no de su muerte, sino de que estuviéramos desincronizados. Pasar un rato en el mundo sin él. Qué podría hacer salvo morir creyendo. Sin saber, solo con la potencia de una cosa parecida a la luz adentro del cuerpo dispuesta a posarse sobre la oscuridad sin desnudarla. Como una caricia.
Sé que me gustaría creer antes de verlo. Como un mimo indulgente de mí para mí. Te vas, sí, pero hubo un instante en el que tuviste un alma. Un alma fugaz y zombie caminando al vacío. Fuiste capaz de creer vos que nunca creíste en nada. Ni siquiera en voz misma, en la fuerza de tu cuerpo para soportar una fe sin respuestas. Nunca sin preguntas. “Cuando no tengas nada más inventa ceremonias e infúndeles vida”, (McCarthy, 2006). Un alma apagándose, recién nacida en un apocalípsis, y yo la madre de una cosa que nace justo sobre el final.



