Contra un monstruo incomprensible
Quizá esta no sea una carta. Perdoname, amigue, pero a veces las urgencias son más grandes que una. Perdoname también si no es momento para esto. A veces la urgencias, etc.
Querida compañera:
A las ideas libertarias me cuesta entenderlas y no hay nada más difícil que discutir contra un monstruo incomprensible. A veces quiero usar determinadas palabras y siento culpa, como si los monstruos pudieran hacer propio el lenguaje y nos expulsaran, nos impidieran tomarlo para nosotros.
Me gustaría proponer una expropiación de las palabras. Para el pueblo lo que es del pueblo: la libertad, la esperanza, el cambio, el futuro. Pero antes me gustaría proponer una visión de país posible. Una elección desde el amor y no desde el odio: que no sea la bronca lo que nos lleve a tomar una decisión tan importante. A ninguno de nosotros.
¿Mirá qué distintos somos?
Estoy pensando en qué quiero decir y me cuesta mucho porque, como digo, no, en serio, no entiendo lo que proponen los que están del otro lado. Entonces, buscando un punto de partida, me pregunto si es verdad que hay un ellos y un nosotros, y qué implica eso. ¿En serio somos tan diferentes, se puede estar tan lejos viviendo vidas parecidas, pisando los mismos peldaños, amando las mismas canciones, estudiando en las mismas universidades, viendo ondear la misma bandera del color del cielo contra el cielo, la bandera más poética del mundo?
A favor de la libertad: sí, yo también. Contra la casta: sí, yo también. ¿Dónde están las diferencias? Eso me pregunto. Las verdaderas diferencias, esas que vuelven nuestros discursos completamente irreconciliables, ¿dónde están? ¿Cómo puede ser que usemos el mismo lenguaje y lo usemos tan distinto, que leamos las mismas cosas y leamos tan diferente, que deseemos lo mismo pero de modos tan distanciados? ¿Es una especie de truco que se nos escapa? Perdón, hoy solo tengo preguntas. Pero son preguntas que se me arremolinan adentro, fundamentales, porque quiero entender contra qué estoy luchando con tanto fervor, con tanto miedo a veces.
En contra del individualismo
Mañana es un día fundamental. He visto por estos días posiciones asombrosas, una conmovedora unidad en gran parte del campo popular para frenar lo que podría avecinarse si pasa lo peor. Contra eso busco, tejo redes, hablo con mis amigas, sostengo una esperanza casi desquiciada, escucho el jingle que pide preparame la boleta pa votar a Sergio que la damos vuelta. Todas las veces grito, me emociono, me dan ganas de revolear un vaso como si empezara a sonar un tema de Patricio Rey.
Me conmuevo cada vez que veo el meme que dice yo amo a bregman y llamo a votar por massa. No es mi posición, pero igual la siento cerca. La siento cerca porque creo que lo que se juega esta vez va mucho más allá de ciertas ideas más o menos radicales sobre cómo salir de todo esto, sobre cómo gestionarlo. Es un escenario balotaje sin ser un escenario balotaje. Me llaman la atención algunas posturas a la izquierda alejadas de eso y no dejo de preguntarme cómo puede ser que, contra el individualismo, prime la necesidad de resguardar la conciencia en un momento tan bisagra, con tanto en riesgo.
No es una cuestión de hacerle o no el juego a la derecha, no me gustan las chicanas futboleras en el debate público, salvo que amerite, salvo que hable con un amigo en confianza, salvo que sea un contexto risible. Este no es un contexto risible. Se trata de cuidar los derechos adquiridos, esos que, incluso aunque se quieran mirar con una lupa, son incuestionables. No da lo mismo.
¿Somos nosotros los jóvenes de ayer?
Me pregunto esto bastante. Sí soy joven, tampoco a la pavada. Pero ¿no seremos ya los jóvenes de ayer? La música no me habla a mí, la poesía de moda no me habla a mí, tiktok no me interesa, las modas en general me pasan de largo. Quizá siempre haya querido ser un poco outsider, pero ahora soy outsider porque las encuestas me dejan de lado, porque mis consumos no le importan al mainstream. En este contexto, un poco me resulta comprensible no entender lo que cautiva de Milei a los jóvenes, pero esto no me contenta del todo.
Primero por lo obvio: creo que sus ideas, más allá de no interpelarme, no son aplicables. Milei es el único de todos los candidatos que no propone nada más que destrucción. Me pregunto si esta es una de esas cosas sintomáticas de una generación que, con todo al alcance para investigar y chequear fuentes, tiende a creer en lo que cree estar viendo. Una época en la que importa la opinión más que cualquier cosa tangible. Lo que entiendo contra lo que es, porque la individualidad es absolutamente todo. Una propiedad privada de las ideas, lean esto como lo quieran leer.
De todos modos, no me interesa ir por ahí, porque no es el objeto de esta falsa carta hablar de cosas que no sé. Solo vengo a hacer preguntas y a dar volteretas para tratar de entender algo de todo esto. Creo que de verdad estamos, desde varios lugares, encerrados entre imágenes y consignas vacías y propuestas inaplicables. De algún modo prima la sensación de que esas ideas son más importantes que lo concreto, y ahí es donde todo se tuerce.
Jóvenes universitarios de universidad pública defienden un modelo que promete privatizar ese recurso y, no contentos con eso, ponen pasacalles frente a los edificios que los contienen para mofarse de esa posibilidad. ¿Cómo lograron conseguir tanto autodesprecio en su electorado? ¿A fuerza de despersonalización, con un discurso sobre la supremacía que adoptaron sin en realidad ser parte? De verdad me resulta demasiado confuso, pero entonces tengo que preguntarme si no tendrá que ver con que, desplazados de ser los jóvenes de hoy, entramos en un tramo de la historia en el que los años oscuros que atravesó nuestro país ya resultan demasiado lejos.
El 24 de marzo de este año me preguntaba por esto mismo: ¿cómo se recuerda lo que no se vivió? Ahora que somos los jóvenes de ayer, los jóvenes que nos siguen no recuerdan la dictadura, los 90, el 2001 más que a través de los relatos de quienes ya no son el mainstream. Que, sí, somos nosotros, pero también son ellos, los otros. Es una batalla discursiva, del lenguaje que nos apropiamos y del que vamos soltando para que les pertenezca a los que, sin mucho esfuerzo, transforman la belleza en infamia.
Si convierten la palabra libertad en mala palabra, ganan por dos. Ganan cuando afirman con soltura que volveremos a una libertad que no tenemos hace cuarenta años. Ganan porque los jóvenes de ayer sabemos (aunque no hayamos vivido, gracias a la memoria activa de nuestros propios jóvenes de ayer) muy bien qué cuenta da cuando contamos para atrás cuarenta años. Ganan porque lograron que a los jóvenes de hoy no les importe.
Libertad, cambio, esperanza, futuro, amarillo vivo
Pero nosotros sabemos que la libertad es aquello que recuperamos cuando el pueblo consiguió recuperar el gen desobediente, la rebeldía indómita. No alcanza con la institución democrática para cuidar la democracia, pero es un punto de partida. Los jóvenes de ayer sabemos muy bien que no queremos ceder al horror, a la demonización de las ideas, a la persecusión salvaje de aquello que las derechas insisten en llamar barbarie. Contra esa barbarie, además, la promesa de civilización tiene colores de una bandera llena de estrellas colonas. No contentos con querer incendiarlo todo, también pretenden robarnos la identidad que hace que este país sea el país más increíble del mundo.
Un buen punto de partida es defender nuestras ideas en las urnas, pero no alcanza. Un buen punto de partida es recuperar nuestras palabras, pero no alcanza. Comunicar, mostrar, narrar, conmover, ejercer la ternura. Nada alcanza solo pero nadie tampoco alcanza solo. El esfuerzo tiene que ser desde todos los frentes, igual que desde todos los frentes buscan encerrarnos, dejarnos solos. Nadie se salva solo, pero nadie tampoco puede salvarnos a todos por sí mismo. No pueden ganarnos si tejemos redes, como las tejimos desde 2015 para acá cuando, a los jóvenes de ayer, se nos puso tan oscuro todo por primera vez.
Somos hijos de la democracia pero también somos hijos de una serie de derechos sin precedentes. Algunos jóvenes de ayer y de hoy estamos muy agradecidos por eso, y otros están demasiado cómodos porque ni siquiera pueden imaginar, ni siquiera terminan de entender qué significa romper todo, qué significa que todo se prenda fuego. Por eso, si llamamos a no votar desde el odio, debemos llamar también a no intentar convencer desde el odio. Nada bueno saldrá de eso, solo es una llama avivando a otra llama que amenaza con comernos a todos. No estoy diciendo tampoco que haya que ceder ante los discursos de mierda. Solo propongo: pensemos qué podemos hacer con todo esto. Yo todavía no tengo una respuesta para eso.
Ojalá que mañana tengamos grandiosas noticias. Yo tengo esperanza y soy libre y, sí, también creo en la potencia del cambio. Me visto de un amarillo tan intenso como el sol que es el eje de mi bandera flameante. No siento vergüenza por elegir palabras o colores porque nada de esto les pertenece en realidad. No mientras yo tenga el poder de blandirlos como más me guste. No mientras mi bandera flamee y se pierda entre el cielo con la promesa de estar siempre ahí, para cualquiera que ame este suelo que pisamos.
Te dejo con esta estrofa de la versión completa de nuestro himno, ojalá profética:
“Se levanta a la faz de la tierra
Una nueva y gloriosa Nación:
Coronada su sien de laureles
Y a su planta rendido un León”.
Fuerza, compa, te quiero mucho,
Ga.